Andaluces inmigrantes, el regreso de los otros catalanes

Por Isabel Morillo // Vídeo y fotos: Fernando Ruso

Se bajaron del tren empujados por la miseria. Llevaban maletas de cartón, bajos salarios y contratos precarios. Vivían en barracas o en barrios despoblados. Agarraron su oportunidad. En 1930 había 40.000 andaluces en Cataluña. Cuarenta años más tarde, en 1970, eran 840.000. La “novena provincia” andaluza. Muchos fueron “repatriados”, otros sobrevivieron. Fueron subiendo escalones en la pirámide social con mucho trabajo y mucho esfuerzo. Hoy son 606.000 los catalanes con origen andaluz, el 8% del censo de 2015. En Barcelona hay 137 casas de Andalucía. 161 en Cataluña. El padrón de 2014 habla del retorno de 3.398 emigrantes a sus pueblos de origen. Muchos han dejado allí su vida. A sus hijos. Sus nietos.

“No quiero hablar de política”, sueltan de entrada. Un matrimonio da su testimonio. Pasaron veinte años en Barcelona y allí viven sus tres hijos. Su historia es dura pero bonita. Hay mucho más amor que resentimiento en el relato. Ella es mucho más locuaz. “Yo esto de la independencia lo veo fatal, pero muy mal”, dice enfadada. Después se echan para atrás. Han hablado con uno de sus hijos. “No quiero salir. Esto se puede leer allí y tengo nietos en el colegio sabe”. Manuel, Mariló, María, Dolores, Trinidad, Antonio, José... sí cuentan cómo fue su vida como emigrantes en Cataluña. El 27 de septiembre muchos de sus familiares directos tomarán la palabra en las urnas. Dicen los expertos que este voto será determinante. Ellos lo viven en la distancia pero muy de cerca.

“Los niños llevan muchos años aprendiendo el odio a España”
- Manuel Peña

Gaspar, su padre, dejaba claro que no era emigrante sino “exiliado económico”. Nació en Paymogo (Huelva), un pueblo de 1.218 habitantes, donde Manuel Peña, profesor de Historia Moderna de la Universidad de Córdoba, pasa ahora todos los fines de semana y al que regresaba cada verano de su infancia. Gaspar probó suerte en Caracas y volvió cargado de bolívares que invirtió en una granja que acabó siendo ruinosa. Se trasladó a Sevilla, donde trabajó en una cooperativa de algodón, pero la pobreza y la necesidad cercaban y se bajó del tren en Barcelona con un contrato y una maleta de cartón amarrada con cuerdas. Meses más tarde en esa misma ruidosa Estación de Francia esperaba a su mujer y a sus dos hijos. Aquel 14 de febrero de 1964, Manuel bajaba del “tren de las 24 horas” con cuatro años y medio. Sucio y cansado. Allí le esperaba su nuevo hogar.

Un pisito en mitad de la nada en el despoblado pueblo de La Llagosta. Vio desaparecer los manzanos y los melocotoneros y crecer el cemento. Los dueños de las masias de la zona hacían caja, “vendían y vendían” al calor del ladrillo. Ni luz, ni agua, ni alcantarillado, ni calles... Manuel vivía en el séptimo piso. Arriba sus vecinos eran de Almería, al lado de Córdoba, debajo de Málaga y de Riotinto, otro pueblo onubense. “España entera existía en el cinturón industrial de Barcelona”, cuenta Manuel. Pronto llegaron el agua y la luz y años más tarde las calles. La Llagosta pasó en una década del millar de habitantes a los 14.000 y años más tarde se convertía en una especie de ciudad sin ley donde la droga destrozó familias enteras. Peña se siente “un superviviente”. A su memoria vuelven como ráfagas momentos de su juventud. La gran huelga del metal en abril de 1973, cuando la Guardia Civil disparó con metralletas contra una manifestación de dos mil obreros, matando de una ráfaga a Manuel Fernández Márquez, militante del PSUC y de Comisiones Obreras, en la puerta de la central térmica de Sant Adrià de Besòs. Fue el único de su clase que logró hacer una carrera universitaria. “Algunos fuimos supervivientes”, repite.

Su padre pasó casi 30 años trabajando en una industria química. Al lado de casa. Los escapes de azufre o de cloro perfumaban aquella infancia. En 1988 Gaspar se volvió a su pueblo. Se jubiló y finiquitó su exilio económico. Él sí sabía dónde quería morir. Sus hijos se quedaron en Barcelona. Manuel ya era entonces profesor de Instituto y se había sacado “el nivel C de catalán”. Su hermana regresó a Andalucía en 1991. Él lo hizo en 1997, cuando su situación era “insostenible”. “Entonces recuerdo que me despedí de un buen amigo, director de un periódico y le dije: Os quedan 15 años y esto revienta. Me equivoqué por cuatro”.

Obtuvo una plaza de profesor ayudante de la Universidad Autónoma de Barcelona en 1993. El profesor Josep Fontana lo guió en su investigación doctoral. Aprendió mucho, se codeó con los mejores. “Vivíamos separados por una carretera”, recuerda sobre su infancia. “A un lado los catalanes y al otro los andaluces”. “La segregación era brutal y las autoridades franquistas eran catalanas y catalanistas”, defiende con vehemencia. Las misas eran en catalán y los niños con menos recursos hacían la comunión apartados. “Yo la hice a las nueve de la mañana”. En la escuela nacional, lo más público que había entonces, se hablaba solo español. Los hijos de las familias catalanas con recursos iban a los colegios privados y hablaban solo en catalán. “Hubo un cura que me plantó una hostia en la cara porque le contesté en castellano. No se me va a olvidar nunca”. Peña descubrió el idioma cuando llegó a la universidad, a finales de los 70.

Manuel Peña

Su tesis doctoral dio para dos libros. “Recuerdo una presentación maravillosa, con gente extraordinaria”. Allí estaba Margarita Rivière o un joven Arcadi Espada. En la prensa catalana se desató la polémica. Sus investigaciones, recogidas en “Cataluña en el Renacimiento. Libro y lectura en Barcelona 1473-1600”, le llevaron a afirmar que la presencia del castellano en Cataluña “no era fruto de una violencia antigua, como había dicho Jordi Pujol en 1996, sino del propio interés económico de los editores, los libreros y los dueños de las imprentas en el siglo XVI”. “Distinto es lo que pasó en el s.XVIII, cuando Felipe V impuso el castellano como la lengua en la administración. Pero antes fueron los propios empresarios del libro los que se dedicaron al castellano para poder aumentar su negocio fuera de Cataluña”, defiende Peña.

“Anécdotas tengo muchas, sobre todo de mi época de profesor de Instituto, en Moncada y Mollet del Vallès, siempre cerca de La Llagosta. Recuerdo en una clase de Geografía de segundo de BUP. Estaba explicando la diferencia entre población pasiva y activa. En la primera categoría escribí en la pizarra jubilados, amas de casa... y un alumno levantó la mano y me apuntó, andaluces. Lo escribí y esperé al final. Entonces le pregunté que por qué. Convencido me dijo que por el PER, porque no trabajan, son vagos. ¿Quién te ha dicho eso?, le dije. Nos lo ha explicado la profesora de ética, respondió”. “Tenía una alumna que se llamaba Rocío. Recuerdo que entonces había una letra de una sevillana que decía algo así como qué bonito nombre... Se lo canturreé y la chica me pidió perdón. Es que mis padres son extranjeros, me dijo. Eran andaluces”. Los hijos de los emigrantes eran “catalanes de segunda”, recuerda, y por eso cree que muchos padres se ponían de lado, para no señalarse, porque “creían que todo esto del independentismo no iba a llegar a ningún lado”. “Ese complejo ha hecho mucho daño, ahora esos hijos y nietos de emigrantes son los más independentistas”. Oriol Junqueras, el líder de ERC, fue alumno suyo en la Universidad. “Di Junqueras, con jota, su nombre es castellano”, puntualiza. “Iba como libre oyente y un día se levantó para decirme: Se atrevería a decir en la calle esto que está diciendo aquí. No, no... no lo voy a decir, es que voy a sacar un libro, le contesté”.

“Sigo teniendo doble vida. Ahora en mi pueblo soy ‘el catalán’. Soy un cruzado. Mitad de La Llagosta, que además imprime carácter, éramos como los pistoleros, así nos presentábamos cuando íbamos a Barcelona, mitad de Paymogo”, cuenta Manuel. Su hija, con 15 años, ha ido este verano a Barcelona y la ha instado a visitar el pueblo. “Sigo teniendo amigos allí. El Facebook ayuda”, bromea. No ha perdido su relación con Cataluña y sigue publicando y colaborando en diversos medios catalanes. El 1 de octubre sale a la venta su próximo libro “Escribir y prohibir. Inquisición y censura en los Siglos de Oro”.

“La devoción al independentismo es emocional”, sostiene este profesor de Historia Contemporánea. “Es un proceso de formación nacional que arranca en los 80, con lo que llaman la normalización lingüística. El dominio en la educación ha sido absoluto. El problema no es el catalán, que me encanta y es precioso. Yo por ejemplo solo leo poesía en catalán. El problema es ese uso del catalán con una cosmovisión añadida, como una lengua reprimida y destrozada por España, el problema es esa definición del catalán por oposición a España. Ahí está la raíz”, dice. El “disparate” de Montilla y Zapatero con el Estatut, el pacto previo de Aznar con los nacionalistas y mientras, lamenta, “le iban diciendo a los niños que eran víctimas de una persecución, alimentando una paranoia”. “Recuerdo las fiestas de la Patum de Berga, sería el año 1987 y la autoridad local salió al balcón para inaugurar la celebración. Desde allí dijo: los españoles que haya en la plaza, que la abandonen”.

Lo único malo de la conversación con Manuel Peña es el desasosiego que deja su pesimismo. “¿Solución? Ya no hay solución. Es demasiado tarde. Ni nación, ni pacto fiscal, ni nada. Antes puede, ya no”. Recuerda un día en el coche que viajaba con un profesor de la Autónoma y le cogió del cuello porque afirmó que ERC era “un partido xenófobo de extrema derecha”. “De Esquerra son los hijos de Pujol y sus amigos. Ellos los subvencionaron”, afirma el profesor onubense y catalán. “Las singularidades de Cataluña, dice Pedro Sánchez, qué error, esas están más que reconocidas, lo que hay que reconocer es su pluralidad”, lanza en otro momento, “por no hablar del Partido Popular. Mejor ni hablo”. “Yo no soy ningún facha. Fascista es quien no admite la diversidad”. “Esto no es nuevo. Los niños llevan décadas yendo a las manifestaciones y aprendiendo el odio a España. No querían ver el monstruo que estaban creando y el monstruo es ahora el dueño de la situación”.

“Yo les daba la independencia y en unos cuantos meses pedirían volver”
- José Guerrero Acosta

“Yo les daba la independencia y a los tres o cuatro meses eran ellos los que pedían volver, la unión otra vez. Creo que no me equivocó”. José lee todos los días el periódico “sin gafas”, puntualiza, y cada mañana recoge jazmines que coloca en el comedor para que inunden el ambiente de su casa. Da igual que esté en Barcelona, en el Valle de Arán (Lerida), Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) o Sevilla. Así vive ahora, repartido por donde están sus hijas y su familia. Habla tras unas gafas de sol e impresionan su lucidez y su ironía. La mili tuvo la culpa de que acabara en Barcelona. José Guerrero Acosta (Sanlúcar de Barrameda, 1921) se fue a servir a los 18 años de forma voluntaria para quitárselo rápido de en medio pero en 1940 se le cruzó la Segunda Guerra Mundial y lo llamaron a filas en la frontera con Francia. 37 meses después trabajó en una farmacia en Guadalcanal (Sevilla) y acompañó a los dueños que eran catalanes a otro negocio igual en la capital hispalense. “Entre ellos hablaban en catalán y yo pegaba el oído y al final entendía”. Se casó en Madrid y a principios de los años 40 se instaló en Barcelona. Llegó “triste” porque “no sabía lo que podía pasar” y convencido por un compañero del ejército que era catalán y le decía mucho “vente que allí no harás nada, no harás nada”.

A él le debe su primer trabajo en una oficina del gremio de fundidores de hierro. Vivía realquilado en una casa de “dos viejas” en el Barrio de Nuestra Señora de la Merced. “Desde mi cama veía entrar y salir el barco de Palma de Mallorca”. Fueron años “muy penosos”. A los ocho meses de casarse tuvo dos hijas mellizas y a los dos años una tercera. Tardó pero se compró un piso propio, que “no le digo lo que me costó y por lo que lo he vendido”, bromea. Se armó de valor y montó su propio negocio. “En la oficina ya no podía prosperar más”. Comenzó con una tienda de género de punto que le enviaba su madre y su hermana desde Sanlúcar. “Como siempre pagaba al contado la gente se creía que tenía mucho dinero y todo el mundo me prestó y se volcó. Pero no tenía tanto”, se ríe. Estaba en el Barrio Eucarístico de Barcelona y nació al calor de aquel congreso internacional de 1952. Su piso, donde pasó casi 70 y donde crió a sus tres hijas, lo cambió por un pequeño apartamento que aún conserva. “La tienda me fue muy bien hasta que me pusieron un Corte Inglés al lado. Lo mismo vendía unas sábanas que una almohada. De todo”. Muchos años después, camino de la tienda una tarde junto a su esposa, escuchó estallar la bomba que ETA puso en la competencia, en el Hipercor de la Avenida Meridiana. “Aquello no se me va a olvidar jamás”.

Sus tres niñas acudían al colegio del Sagrado Corazón y nunca tuvieron problemas con el idioma. “Entonces solo se hablaba castellano”, apunta su hija María del Rosario, “ahora es otra cosa”. Benigno era su mejor amigo. Gallego de nacimiento y casado con otra gallega del mismo pueblo que estaba sirviendo en la capital catalana. “Éramos todos de Extremadura, de Galicia, de Aragón”, cuenta José. “Ya me estoy quedando sin amigos”, se queja. “Papá es que tienes 94 años”, le recuerda su hija. Todos los veranos volvían a Sanlúcar. Su mujer los tres meses de las vacaciones escolares. Él cerraba la tienda solo unas cuentas semanas. “Nos bajábamos del tren después de dos días y una noche de viaje. Desde Barcelona a Sevilla y después a Jerez. Al bajar mi madre nos lavaba la cara con agua de un botijo porque no sabía quién era una y otra”, recuerda María del Rosario, una de las dos mellizas. Fruto de aquellos veraneos se casó con un sevillano y se vino a Andalucía en 1971. Otra de sus hermanas aún sigue en Barcelona y la otra está en Les, un pueblo del Valle de Arán, limítrofe con Francia. José tiene el corazón dividido. ¿Qué prefiere Sanlúcar o Les? “Pues me pone en un compromiso”, responde. En ese pueblo de Lérida que no llega a los mil habitantes enterró a su mujer y se asentó hace ocho años. Allí siente que está su casa.

“Mire usted yo no tenía tiempo libre. No salíamos a ningún lado. Lo único que hacía era trabajar así que no era de ninguna casa de Andalucía ni nada de eso”. Se enorgullece de haber pagado su piso al contado y se revuelve cuando se le pregunta si los catalanes pensaban que los andaluces eran vagos. “De eso nada. Mire en la Hispano Olivetti solo querían trabajadores castellanos, no catalanes. No teníamos ningún apoyo y o metías la cabeza y trabajabas de día y de noche o no tenías nada que hacer”, asegura José. En política asegura que es de su yerno, el alcalde de Les, Emilio Medan, de Unitat d’Aran. “Lleva 28 años y no lo dejan irse. Es muy bueno, muy bueno”, defiende orgulloso. Allí se siente tan querido como en Sanlúcar. “O más”. “Si estoy allí, que no creo, votaré. Si no, no”, dice sobre el próximo 27 de septiembre. “Allí se habla el aranés, ni catalán ni francés”.

“Eso de la independencia lo dicen cuatro. De verdad. En la televisión sale mucha gente, un millón de personas, dicen. Pero es que hay muchos más millones que no la quieren”, cree José. “Para los negocios de Cataluña sus mejores clientes están en España. Si se declaran independientes se iban a ver en aprietos. Muchos que yo conozco se vendrían. Yo mismo. Si yo estuviera ahora mismo en Barcelona y sale la independencia cierro mi casa y me vengo”, suelta de un tirón. “Hacen mucho ruido y arman mucho lío pero saben lo que quieren de verdad, sacar cosas. Se lo digo yo”. “Habría mucha gente en la Diada pero son más los que estaban en su casa”, cree José. “Los de la independencia fracasan en cuanto los demás vean que, fuera de España, los negocios se le vienen para abajo”. Él ha sido comerciante en Barcelona casi 70 años. “Y algo de esto sé”, dice sin presunción.

“Lo mismo ahora cuando volvamos nos piden el pasaporte”
-Trinidad Suárez y Antonio Góngora

Volvieron de visita en 2009, un año después de dejar allí casi toda su vida. “Lo mismo ahora cuando volvamos nos piden el pasaporte”, dice Antonio. Trinidad estalla en una carcajada. Podrían estar en las antípodas, en Australia. La empresa para la que este sevillano trabajaba como soldador en un pueblo de Dusseldorf le ofreció trasladarse allí pero su mujer no quiso y acabaron en San Pedro de Rivas. “Bueno ahora Sant Pere de Rivas que nosotros vimos cómo le cambiaban el nombre”. Antonio Góngora tiene 71 años y Trinidad Suárez 67. Casi la mitad de su vida la han pasado en esta localidad de la costa catalana, en el barrio de Las Roquetas, donde los huertos familiares dieron paso a los bloques de pisos para los trabajadores de las fábricas de la zona, la mayoría de fuera de Cataluña. “Yo quería irme a Barcelona porque allí tenía una tía casada con un catalán, catalán, catalán”.

Llegaron a principios de los 70 y se volvieron a Sevilla en 2008. Antonio se colocó en la fábrica, después tuvo un taxi y acabó como trabajador de FCC encargado de la limpieza en Vilanova i Geltrú. Un conflicto laboral poco antes de volver lo sentó ante un juez. El juicio se desarrolló en catalán y al acabar se levantó y dijo que no había entendido nada. “Lo podría haber dicho usted antes”, le recriminó el magistrado, pero él se queja de que nadie le preguntó. Primero las cartas de la administración, del colegio, las citas del médico llegaban por una cara en castellano y por otra en catalán pero después todo era solo en catalán, rememora la pareja. Lo mismo pasó con las escuelas de sus hijos. “Mi hija, que se quedó en Sevilla siendo muy jovencita, nos mandó a mi nieta para que estudiara allí con nosotros porque estaba en una etapa rebelde. Tenía 14 años y duró seis meses. No podía seguir el ritmo del colegio en catalán. Y mira que estaba allí a gusto y que hizo amistades”, se lamenta Trinidad. Antonio suelta de pronto: “Tengo otra nieta de 18 años que es muy independentista”. Con ella no tienen apenas relación después de que se separaran sus padres: es quizás el único momento en el que el matrimonio pierde la guasa. La siguen por las redes sociales.

Trinidad se colocó de cocinera en una asociación catalana del pueblo en la que eran “muy independentistas pero bien que les gustaba mi cocina y mis calamares fritos”. Por allí pasaba el alcalde, “el primero después de Franco”, y su círculo político. “Eran muy buena gente, los apreciaba mucho, pero eso sí les tenía que decir cada día que no me hablaran en catalán que no los entendía y ellos se reían mucho conmigo”. En 1980 se volvieron a Sevilla pero tres años más tarde tuvieron que regresar a su pueblo catalán. “Aquí era imposible y teníamos cuatros hijos”. Pidieron permiso al Ayuntamiento para celebrar una fiesta en la plaza del pueblo porque querían sacar una procesión y festejar la Semana Santa. Se lo denegaron. “Y semanas más tarde dejaron a los musulmanes celebrar allí mismo sus fiestas. Los castellanos y ahora los sudamericanos nos hemos llevado la peor parte”, dice Trinidad. El 8 de diciembre de 1990 es una de esas fechas que guarda grabada a fuego en la memoria. Ese día debía estar vestida de madrina y bautizando a su primera nieta en Sevilla, fue abuela a los 35 años, pero estaba en Sant Pere estrechándole la mano a Jordi Pujol, que les hizo entrega de la llave de una vivienda de VPO.

“Yo no pienso que se vayan a independizar porque si eso ocurre habría que echar a todos los políticos de aquí. Eso no se puede consentir y todos les han permitido mucho, Felipe González, Aznar y el colmo ya Zapatero. Entonces no se echaba cuenta”, se queja Antonio. “Pujol será un chorizo pero qué palique tiene. Los catalanes lo tenían como un Dios y todavía hay allí pancartas que dicen ‘Te perdonamos Pujol’, ¿usted puede creerse eso?”, se pregunta. “Tengo esperanza de que esto de la independencia total no salga adelante. O esto lo paran o España se va a convertir en una Yugoslavia”.

Despidieron al director del colegio de los niños. “Era de Soria y era el profesor de Sociales de Manuela, muy buen hombre. Aquello fue una pena”. Su hija, que está en el mismo salón que sus padres, asiente. “Le dijo a uno de los alumnos que en su DNI decía que era español y la madre armó un buen lío, hasta que lo echaron”. Antonio dice que a él lo dieron por imposible. “Empezábamos a hablar entre los compañeros y yo decía: quieto, que yo soy español, y me respetaban”. Hizo muy buenos amigos. “Cada vez que empezábamos a hablar de política mentaban a Franco y yo les decía, pero bueno si lleva cuarenta años muerto y os trajo aquí todas las industrias. A Andalucía qué nos dejó, el campo”, se queja Antonio. “Ellos sí que están estropeando Cataluña. Han sido unos privilegiados toda la vida y les ha dado por el 'España nos roba'”. Ha visto a muchos de sus amigos, emigrantes como él, discutir con sus hijos. “Los hijos de los charnegos, como nos llamaban, son los peores. Les han comido la cabeza en los colegios. Han creado odio”.

“Yo he vivido a mi aire”, presume Antonio. En verano se quedaban allí y la familia andaluza iba a visitarlos y a disfrutar de la playa. “Son unos pueblos lindos de verdad. Hemos pasado momentos muy buenos”, rememora Trinidad siempre sonriendo. Cuando juntaban unos días, varias veces al año, montaban a la familia en el coche y volvían a Sevilla. “Me he hecho el viaje del tirón muchas veces. En un 600, en un Seat Panda”, se ríe Antonio. Un día volviendo de las fiestas de Sitges en el último autobús Trinidad iba de pie con un niño dormido en sus brazos. La empujaron y Antonio increpó a la responsable del empujón que le soltó una parrafada en catalán que culminó con una frase en castellano: ‘Si no me entiendes te vas a tu tierra’. Estas cosas no se olvidan tampoco”. “Lo de Andalucía es cosa aparte. Qué pena. Allí se vive mucho mejor. Esto sigue siendo lo que es. Una pena, una pena”.

“No me gustaría que otros pasaran lo que nosotras vivimos”
Dolores y María García

Dolores y María García no se quieren pronunciar sobre la independencia. “Nosotros de eso no entendemos”, es lo único que aciertan a repetir pese a sus tres décadas en Cataluña. Mariló, la hija de Dolores, es la única que habla sin pelos en la lengua y muestra su total rechazo. “Me decepcionarían mucho mis familiares y mis amigos de allí”, repite. María solo se moja con Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona. “Eso que ha hecho no me parece nada de bien. Lo único que quiero es que nadie tenga que pasar por lo que nosotras vivimos”, dice María. Se refiere a la retirada de las fotos de los Reyes del despacho del Ayuntamiento. A ellas la llegada de la República las dejó “tiradas en la calle”. Las dos nacieron en los Reales Alcázares de Sevilla. Su padre era guía de tapices y su madre la lavandera del rey Alfonso XIII. La “abuela Pepa”, la misma mujer que se desplazó a Cataluña con sus hijas para cuidar de los nietos y que las veía llegar a casa pasadas las diez de la noche. “Nunca pude llevar a mis hijos al colegio o a una excursión”, se lamenta Dolores, “siempre estaba trabajando”.

El 16 de julio de 1967, es curioso como hay fechas grabadas a fuego en la memoria, Dolores cambió la localidad sevillana de El Coronil por Barcelona. En un piso de Hospitalet de Llobregat se reunió toda la familia. Allí ha dejado enterrada a su madre y su esposo, que la dejó viuda y con cuatro hijos a los 47 años. María fui la primera en llegar. Su marido logró comprarse un camión y prosperar. Sus días no tenían horario. Presumen con orgullo de currículum. Cuentan que han trabajado en las mejores casas de Barcelona y mencionan apellidos catalanes con la misma soltura que repasan las calles principales de esa ciudad. Cuando venía un juez o alguien importante siempre dejaban a Dolores al frente de los fogones. “Haz sopa de ajo o potaje”, le pedían. “En esas casas jamás oímos hablar de independencia. Eso entonces no se oía. Si los niños me hablaban en catalán la señora Marta les decía: 'a María le habláis en castellano'. Eran muy educados”, cuentan quitándose la palabra la una a la otra.

Han andado mucho. Se ahorraban hasta el billete de metro y comían un bocadillo para alargar la jornada. En el turno de tarde limpiaban un colegio privado y una clínica. Leyendo sobre “el encerado” las palabras escritas en catalán aprendieron lo poco que saben de ese idioma. “Yo llamaba a Dolores y le decía mira, mira lo que pone ahí y así nos íbamos enterando”, dice la hermana menor. Se llevan solo tres años y no dicen su edad. Nacieron en 1930 y 1933. En su piso del barrio sevillano de Pinomontano suena el teléfono cada semana y al otro lado está su vecina 'Encarna la catalana'. Con Dolores habla en español, con su hija Mariló en catalán. “Nos trataban con mucho respeto. Cuando entrábamos por la puerta, sobre la mesa ya estaban las 300 pesetas que cobrábamos por día. Eso aquí no lo habíamos visto nunca”. “Allí había trabajo, mucho trabajo, se pagaba poco pero no faltaba”, cuenta María, que acabó de “sastresa” porque cosía muy bien. La mayoría de sus hijos han estudiado y son universitarios o funcionarios. “Hemos tenido mucha suerte”, celebran. Dolores pagaba al mes 3.500 pesetas de piso y otras 3.500 de academias privadas para que ellos estudiaran. Peseta a peseta, “éramos muy 'miradoras', sabe”.

Dolores no se arrepiente de haberse ido pero sí de haberse vuelto. Regresó entrados ya los 90. Este verano ha regresado, “en avión, fíjate como cambian las cosas”, para acudir a la boda de su nieto Dani, uno de los que les queda allí. El despliegue de fotos del evento amenaza con acaparar la conversación. “Eso es lo peor, que estamos todos desperdigados”, se queja. “Quédate yaya, quédate”, le decía su nieto cuando tenía que volverse. “Eso lo llevo fatal”. Pasaron tres años sin pisar Andalucía y después venían cada agosto. “En los piratas, que eran más baratos”, autobuses no oficiales que hacían cada año el recorrido cargados de emigrantes andaluces de vuelta a casa por vacaciones.

Los sábados iba a Montjuic o a la playa de Casteldefells y los días más especiales llevaban a los niños a tomar chocolate con nata y azúcar a “una granja”. “Allí las llaman así”, explican. Cuentan entre risas la tarde que se tomaron una cerveza en las Ramblas un día de Semana Santa. “Cuando dicen que los andaluces somos vagos yo solo respondo que llevo trabajando desde los 12 años”, replica María. Ella lleva a gala que nunca ha discutido con nadie y que siempre ha respetado a todo el mundo. “No es tan difícil. Por eso no entendemos nada de lo que pasa ahora en Cataluña”, por más que no pierden detalle de las noticias y sepan mucho más de lo que quieren admitir.

Comparte tu opinión