El espectáculo de estos aspirantes a la corona de los welter sucederá en el MGM Grand Garden Arena de Las Vegas, la ciudad de cartón piedra nacida de la nada. La urbe ficticia que matrimonia la pasión de los asaltos de leyenda. Es Nevada, el Estado que ya en 1910 reuniera en Reno el mítico Jeffries & Johnson, el primer campeón negro de los pesos pesados de la historia.
Mayweather sólo puede ganar. No ha perdido ni una sola vez, como Rocky Marciano, que se retiró sin haber perdido nunca, ni haber hecho ni un solo nulo. Mayweather cuenta sus duelos por victorias. Y se le afea que haya tardado tanto tiempo en enfrentarse al filipino. ¿Inseguridad? ¿Soberbia? Mayweather maneja las piernas como si fuera el Ali que derrotó por KO en 1965 a Sonny Liston en el Convention Center de Miami. Carece de la pegada de Tyson, pero aún conserva fuerzas para coquetear con Archie Moore, el campeón más viejo, el Matusalén del ring.
Todo en Mayweather viene precedido del exceso, la hipérbole. E inteligencia para leer el combate. Escanea las flaquezas de sus rivales. Mayweather se alía con las cuerdas, se defiende con el hombro izquierdo, mueve la cadera, provoca impaciencia en sus contrarios y ¡ahí va! un gancho de derecha que aniquila. Y va otro más. Y a la lona. Cuenta atrás. La rutina del que siempre vence. A los puntos o por KO. Pero siempre gana.
Pacquiao necesita golpear mucho y arriesgar para que el combate dure. “Mi simpatía está por el filipino. Mayweather presume de rico y menosprecia a los adversarios, es todo lo contrario de un deportista; reconozco que es un portentoso boxeador”, relata a El Confidencial Manuel Alcántara, quien escribió en las páginas de Marca las mejores crónicas del boxeo español del siglo XX. Aquella Edad de Oro de los sesenta y setenta.